0. El duelo

Yo no sé si a vosotras os pasó lo mismo, pero cuando yo era pequeña y mis padres nos leían cuentos a mis hermanas y a mi, todas las historias terminaban igual.

Si mis padres hubieran sospechado el impacto que aquella inocente frase tendría en nuestras vidas estoy segura de que hubieran preferido leernos cada noche El capital de Marx. Aquellas palabras quedaron grabadas a fuego en nuestros tiernos cerebelos, sirviendo de perpetuo abono a lo que sería un voraz e irracional romanticismo con el que tendríamos que lidiar en todas y cada una de nuestras futuras relaciones.

Pero ahora, pasada ya la treintena y con pleno conocimiento de causa, puedo decirlo alto y claro: no solo nos engañaron utilizando la más vil de las mentiras, sino que nos ocultaron una verdad impepinable que tendríamos que aprender a base de palos y decepciones: el felices para siempre no existe, todas las historias de amor tienen un final. Y no pasa absolutamente nada.

Terminar una relación nunca es un trago agradable pero no es el fin del mundo. Dicen que cuando una puerta se cierra otra puerta se abre pero eso no significa que lo que nos espera detrás sea un paseo en barca por el Retiro mientras una suave brisa arrastra hasta tus oídos una melodía lejana que recuerda a una canción de Coldplay. No. Existen puertas que es mejor no cruzar.

Pero para mi hay una puerta especialmente espeluznante:

Una vez se cruza la Puerta del Duelo comienza un viaje lleno de bajones, subidones, llantos y carbohidratos. No va a ser divertido ni agradable pero la buena noticia es que, pase lo que pase y dure lo que dure, el duelo siempre tiene un final. Alerta spoiler: vas a estar bien. Pero vayamos por partes.

  1. ¿Qué leches es el duelo?

El duelo es el proceso de elaboración de una pérdida que consiste en la asimilación y aceptación de una situación dolorosa. Según la RAE también es una fritada hecha con huevos y grosura de animales que, durante el reinado de los Reyes Católicos, se guardaba los sábados por mandato de la Iglesia en el reino de Castilla. Pero como diría el personaje de Moustache en el clásico de Billy Wilder Irma la Dulce

2. ¿Cómo funciona?

En 1969 la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross expuso por primera vez el modelo de fases del duelo. Según su teoría, cuando una persona se enfrenta a una pérdida catastrófica atraviesa cinco estados hasta llegar a la aceptación de la misma, a saber:

El duelo también tiene una explicación química: cuando nos enamoramos nuestro sistema nervioso segrega una serie de “drogas naturales” que nos ponen a danzar como si estuviéramos en un chiringuito de Magaluf en pleno mes de agosto.

3. ¿Qué pasa después?

Cuando llega el desamor los niveles de serotonina y dopamina bajan en nuestro organismo, provocando que nos sintamos tristes o incluso deprimidos. Por seguir con la analogía ravera: cuando la fiesta se acaba y llega la hora de volver a casa, aparece la temida depresaca, que dará paso al mono, que se encargará de hacernos recordar lo extraordinaria que fue aquella fiesta, incluso si nos hemos pasado la noche con la cabeza metida en el retrete vomitando los risketos con los que hemos acompañado la cerveza caliente en la playa.

Va a ser una muy mala resaca, ya te lo advierto, que por algo el genio que le puso nombre al duelo lo clavó al escoger del latín la palabra dolus, que significa dolor. Auch.

4. ¿Por qué nos cuentas todo esto?

Yo he querido utilizar mi propia historia para ilustrar los gozos y las sombras que supone este largo y catártico viaje. ¿Que para qué? No lo sé. Pero antes de meterme de lleno en el asunto, dejadme que explique cómo llegué yo hasta la susodicha puerta de los horrores.

Hasta donde mi memoria alcanza, yo siempre he tenido novio, y no me refiero sólo a uno. Digamos que me hubiera gustado no tener que presentar tantos churris a mis padres. Desde que me inicié en esto de las relaciones hasta el momento en el que escribo estas líneas he pasado por más de una docena de rupturas y puedo afirmar sin ningún tipo de pudor que se me dan fatal. Soy para las rupturas lo que el Eccehomo de Cecilia a la restauración. Me estremezco al recordar el drama que viví con todas y cada una de ellas, incluso si el romance en cuestión había durado apenas dos morreos ebrios en la cola de un Seven Eleven. Pero, sin duda, la peor de todas fue la ruptura que me azotó como un tsunami el año en que cumplí 32 años. No sé si fue por el momento en el que me encontraba, o si fue porque yo pensaba que aquel hombre era mi media langosta, pero lo cierto es aquella ruptura, la Hiroshima de las rupturas, me cambió por completo.

Ahora pienso que probablemente fue por todo el espacio el ocupó en mi cabeza sin pagar un duro de alquiler.

Supongamos que el duelo consiste en desalojar ese espacio en tu cabeza y volver a llenarlo de nuevo. A veces basta con ir a Ikea y comprar unas macetas nuevas. Otras basta con volver a  tapizar muebles y sillas. Otras habrá que rociarlo todo con gasolina y prenderle fuego. Es un proceso que requiere paciencia: ya sólo encontrar la caja de cerillas que llevas sedimentada en las capas más profundas de tu bolso te va a llevar algún tiempo. Pasa y ponte cómoda, Roma no fue destruída en un día.

Rellenar el vacío no es tarea fácil ni inmediata. Yo, por sacar partido de algo de lo que aprendí en los 10 años que me costó sacarme la carrera de Arquitectura, lo comparo con el hormigón. Cuando hay que rellenar un boquete de dimensiones respetables, el hormigonado se ha de realizar en unas condiciones concretas: no puede hacer ni mucho frío ni mucho calor, el cemento ha de estar bien removido, la velocidad de vertido ha de ser lenta y pausada. Cuando por fin se llena el agujero, hay que esperar a que esa masa fofa se seque. Y mientras seca no puedes ir a nungún sitio, no vaya a ser que algún gracioso estampe su nombre y el de su novia la Chirla en el cemento húmedo y tengas que volver a empezar.

Yo carezco de paciencia hormigonera. Tiendo a buscar métodos de relleno comparables a una crema autobronceadora: rápidos e instantáneos pero no se ha dado nunca, en toda la historia de la humanidad, un solo caso en que el resultado sea bueno.

Aunque toda esa distracción produzca una falsa sensación de lleno y de alivio, en los asuntos del curasao todo lo que no es fruto de la paciencia y la templanza se termina desvaneciendo como lágrimas sobre polipiel. Y ahí te quedas tú, en el fondo de tu hoyo, mirando hacia arriba y preguntándote cómo leches salir de ahí.

Si existiera un ranking de las frases más utilizadas a las que se recurre para consolar al prójimo durante el proceso de duelo la número uno sería sin duda

Y bueno, todas sus adefésicas variaciones.

En general la gente lo dice por ayudar, pero el deseo de exterminar al emisor de tan cándido mensaje que brota en tu interior es exponencial al número de veces que oyes cada una de las puñeteras frases. Porque una no tiene tiempo para dejar que pase el tiempo, copón. Una quiere estar bien ya.

 

 

Por si todo esto fuera poco, el dios perverso que inventó todas esas hormonas adictivas que segregamos al enamorarnos quiso también alterar nuestro sentido de la percepción del tiempo: aunque el duelo durara lo que tardas en cambiar tu estado de Facebook de en una relación a soltera, te parecería una agónica eternidad.

Y es que al final el duelo es un viaje interno, a veces largo y angustioso, pero que si te armas de paciencia, determinación y fe terminará en una mejor versión de ti misma. Palabrita de libro de autoayuda.

Y si no sucede así, pues tampoco nos vamos a morir. Yo por si acaso, y aunque solo te sirva para matar el tiempo que necesitas para salir del hoyo, procedo a contar mi historia.

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