1. Mi historia

Si al igual que una servidora tu también eres de las que se montan bien de peliculotes en la cabeza, oh amiga, estás perdida. Déjame que te explique. Yo tuve la mala suerte de que las Hadas del Peliculón me tocaran con su varita al nacer. Me convirtieron en una yonqui del romance.

Yo siempre voy colocada de romance. Me monto unas películas fabulosas, no sólo cuando se trata de amor de pareja sino también cuando se trata de amigos y amigas. Aún recuerdo mi 20 cumpleaños, en el que, sin perspectivas de celebrar una gran fiesta, fui invitando tímidamente a mis compañeros de universidad a tomar unas cervezas un sábado noche, y uno a uno fueron declinando amablemente mi oferta. Para lo que a mis ojos era un obvio plan de fiesta sorpresa se convirtió en una decepcionante velada mirando con ansia detrás de cada puerta de todos los bares cochambrosos de los bajos de Moncloa. Purita decepción hecha noche.

Pero lo malo de ser una yonqui del romance no son las películas que te montas, sino las altas expectativas que genera tu incansable optimismo. Ni siquiera Robert Kincaid, el personaje de Clint Eastwood en Los puentes de Madison (esa gran fuente de materia prima para alimentar las mejores ensoñaciones romanticonas) podría llegar a satisfacerlas. Y tal como están hoy en día las calles, vas tú apañada.

Yo pensaba que en algún momento de mi vida tanta bofetada me iba a espabilar, pero no he tenido esa suerte. Si bien es cierto que a mí mi ex, el Ex, con mayúscula a partir de ahora, nunca me prometió nada que no me fuera a dar, una, que es tonta y romántica (que para el caso es lo mismo) no quiso ver todas esas banderas rojas que desde el principio hondeaban señalando la punta del iceberg. Yo me dejaba llevar por el Titanic del amor.

 

Resumiré mi punta del iceberg con la siguiente historia, en la que quedaban asentadas las bases de lo que sería el resto de la relación entre el Ex y una servidora.

En el año 2008 el Ex y yo manteníamos una relación a distancia. Yo vivía en Madrid y el vivía en Barcelona, ciudad en la que nos habíamos conocido ese mismo verano. Aquella Navidad habíamos decidido que pasaríamos Nochevieja juntos en la casa, que por aquel entonces compartía con cuatro amigos.

Más claro, agua. Esta historia sintetizaba en forma de quéhacer doméstico cuál era la jerarquía de valores de cada uno y que sería la base de todos nuestros futuros problemas.

Después de dos años de idas y venidas decidimos que aunque nos queríamos mucho no conseguíamos entendernos como pareja, y que lo mejor sería ser solo amigos. Porque lo que yo quería/pedía él no me lo podía/quería dar. C’est la vie.

Dolió mucho pero con el tiempo conseguí rebajar la intensidad de mi amor por él a base de decepciones y otros novios, pero sobretodo gracias a una cruda y despiadada técnica a la que autodenominé “Ahogar a los gatitos”.

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