2.1. Tinder

Cuando una ruptura es fruto del colapso producido por una situación que se ha prolongado demasiado en el tiempo, la primera sensación que aparece al terminar la relación es alivio. Se acabaron las peleas, los enfados y los reproches. No habrá más cenas con los suegros ni tampoco cañas con ese amigo suyo que escupe al hablar. You’re free.

Si además la ruptura se da de forma civilizada y hasta se ha hecho el honorable propósito de seguir siendo amigos (introduzco aquí una sonora carcajada), puede que ni siquiera experimentes una sensación de pérdida. Al contrario, te ha tocado el gordo: ahora disfrutas de todas las cosas buenas de tu ex pero ya no tienes que soportar las que te ponían de los nervios.

Qué felicidad. Por primera vez en mucho tiempo vuelves a tener el control sobre todas las decisiones que hasta ahora se tomaban entre dos: dónde ir a comer, qué película ver, si se pone o se quita el nórdico de la cama… Y entre todas estas nuevas opciones de repente aparece un botón nuevo en el mando de tu videojuego.

Tinder, ese paseo por el mercado donde encontrar carnaza de todos los tamaños y colores a golpe de dedo índice. Menudo invento vil, superficial y despiadado: juzgar a la gente meramente por su apariencia, para después acudir a una cita en la que no sabes qué te vas a encontrar realmente y que en el mejor de los casos acabará con la cara de decepción de vuestros hijos cuando les expliques cómo se conocieron sus padres.

Pero claro, una vez te ves expuesta a la intemperie de la soltería, desprovista del abrigo y candor que proporciona la estabilidad amorosa, te dices a ti misma “por qué no” y decides encender ese fuegote: te descargas Tinder.

Hay algo adictivo en ese ir y venir del dedo al deslizar la pantalla. No sé si es el ansia de ver todo el catálogo humano que alberga la app o la sensación de poder que insufla el estar guiando a las reses hasta el final del pasillo. Si te descuidas te pasas el juego de Tinder en apenas unas horas. Cuando te quieres dar cuenta la ronda de pretendientes ha vuelto a empezar y a ti se te ha olvidado llamar a tu madre, ir a comer, acudir a la reunión que tenías a las 3 y te has perdido la fiesta sorpresa de cumpleaños de tu centenaria abuelita. Y todo por culpa del ya clásico un swipe más y lo dejo.

Algo similar me sucedió una mañana con mi amigo Marcos, cuando en lo que se suponía una visita guiada por el edificio de la Naciones Unidas, optamos por escabullirnos de la ruta oficial y escondernos en una sala para usar Tinder. Redujimos el radio de acción al mínimo, babeando al pensar en esos cuerpasos diplomáticos, y haciendo uso de una técnica que más tarde bautizaríamos con el nombre de Colibrinder: alcanzar los 10 swipes por segundo, provocando que tu mano se convierta en una nube difusa con una velocidad de movimiento solo superada por el aleteo de un colibrí.

En una cita de Tinder todo es posible. En cuestión de 4 horas puedes pasar del talante cabizbajo del cordero que llega al matadero a, minutos más tarde (mejor dicho, copas más tarde) la euforia desbordante por haber encontrado oro en esa mina asquerosa y mugrienta llamada Tinder. Te levantas para ir al baño, emocionada, flotando. Sacas el móvil para matar el tiempo de la cola, cuando una notificación te alerta de que tienes un nuevo match con un macizorro que se encuentra a escasos metros del bar donde tu estás. Corres a coger tus cosas y le dices al cretino que te espera en la barra que algo te ha sentado mal y que te tienes que ir corriendo. Corriendo a tu segunda cita de la noche.

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Tinder es el ejemplo perfecto de amor líquido, término que acuñó el sociólogo Zygmunt Bauman para definir las relaciones que se desarrollan en la posmodernidad “caracterizadas por la falta de solidez, calidez y por una tendencia a ser cada vez más fugaces, superficiales, etéreas y con menor compromiso”. Más que amor líquido, para mí Tinder fue una piscina de agua helada de la que apartas el pie espantada tras comprobar su temperatura.

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